Pepe Maestre

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Publicado por: Admin
Jueves 23 De Mayo De 2013

El muchacho era joven
y no sabía qué hacer.
Por eso hizo lo que hizo.
Así fue como acabó llegando hasta el viejo,
su barca y su agua.

El barquero era viejo.
Tenía barba blanca y parecía sabio.
Sus arrugas decían ser lecciones de vida.
Sin saber muy bien por qué, el muchacho le habló:
Llegados aquí, ¿qué debo hacer?
Puedes subir, o puedes volver, contestó.
Llegué hasta aquí porque no sabía qué hacer.
No sé tampoco si subir o volver.
Llegaste aquí a causa de un amor, dijo el barquero con seguridad.
¿Cómo lo sabe?, preguntó el muchacho con temor.
Hay palabras que hablan con los ojos
y he visto a muchos ojos hablar como los tuyos.
Además, siempre hay una mujer;
siempre hay un amor.
Seguía sin saber por qué hacía las cosas,
pero el muchacho le pagó y subió.

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El viejo barquero comenzó a remar.
El muchacho sentía en la cara una brisa tranquila.
La barca se alejaba de la orilla.
¿Cómo fue que llegaste a mi orilla?, preguntó el viejo.
Tienes aspecto de haberte lanzado a la huida.
Tenía que escapar.
Tenía que escapar de mi vida.
¿Por qué?
¿Qué intentaste con tu vida que no te fuera bien?
En mi vida, ante todo, intentaba ser persona.
Después de persona, intentaba ser poeta.
Como persona, conocí y perdí el amor varias veces.
La última vez entendí que se me murió el amor.
Esta vez para siempre.
Muerto el amor se acabó el poeta.
Y en mi caso, la persona se fue con el poeta.
El rostro del viejo mostraba perplejidad.
No se puede morir el amor, dijo.
Puede que el amor no, pero mi capacidad para amar sí.
Qué penoso fue no poder amar teniéndola a ella,
cuando para mí era la musa perfecta.
Escapaste por sentirte incapaz para el amor.
Muchacho, déjame que te diga que perteneces al género cobarde,
cuando no al de gilipollas.

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El último comentario del viejo había herido
la ya de por sí maltrecha autoestima del muchacho.
Al comentario sólo le siguió el silencio.
Era lo suficientemente infeliz con su marcha
como para que hurgaran más en la llaga.
Pasó un rato hasta que el viejo habló.
Es tiempo de aprender lo que no aprendiste antes de este trayecto.
Mira ese leño que flota en el agua, ¿lo ves?.
Efectivamente, a unos metros de la barca,
flotaba un trozo de madera en el agua.
El muchacho seguía resentido, y aunque vio la madera, calló.
Ese trozo de madera eres tú.

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El viejo no quitaba ojo a la madera que flotaba en el agua.
Siguió con su comparación:
Cada persona es un trozo de madera, una rama.
Cuando dos personas se aman,
prenden fuego a su madera
y unen sus fuegos para formar una sola llama.
Así pueden explicarse todos los tipos de amores.
Prueba y verás.
Hay amores con ramas pequeñas,
que prenden fácil y se apagan pronto.
Hay ramas más grandes, troncos,
que tardan más en prender,
pero que ofrecen un fuego más seguro.
Por supuesto, esto es en general.
Cada madera tiene su propia forma de arder.

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Continuó diciendo el viejo mientras miraba la rama:
Hay maderas que se consumen
cuando la rama compañera no se ha consumido.
O maderas que requieren tanto oxígeno
que acaban asfixiando la llama compañera.
El muchacho no pudo reprimir más sus pensamientos
y decidió preguntar al viejo.
Según usted, el futuro de todo amor son las cenizas.
Yo nunca dije eso, replicó el viejo.
Una persona se enriquece día a día con sus vivencias.
Con cada una, la cantidad de madera de su rama crece.
Cuando el amor se apaga es porque alguna de las ramas
deja de añadir su madera nueva al fuego que comparte.
Posiblemente a ti te paso esto.
Inconscientemente te encerraste en ti.
Dejaste de ofrecer tu nueva madera al amor.
Debes saber que cuando se almacena la madera demasiado tiempo
puede llegar el momento en que ésta se pudra.
Los temores, los malos pensamientos, las malas vivencias
son la humedad y la lluvia de la madera.
Tú eres un trozo de madera mojada.
Y como bien sabes, no prende bien la madera mojada.
Sólo necesitabas un tiempo para secarte,
pero tú decidiste escapar.

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El muchacho era poeta.
Sabía de metáforas y la del viejo le parecía buena.
Dedicó un rato a meditar sobre ella.
Debía combinar lo aprendido con sus propias ideas.
En su mente imaginaba el amor como dos árboles
que deciden echar raíces juntos.
Como viven en un mundo hostil, arisco y frío
Deben prender fuego a sus ramas para darse calor.
El calor combate el frío que los rodea,
transforma ese mundo de hielo en agua
que les alimenta para regenerar sus ramas.
Este proceso de fuego y regeneración debe estar en equilibrio.
Si por alguna razón falla lo mejor es que uno de los árboles coja sus raíces y se vaya.
Ya sea por no recibir calor de quien se ama.
Ya sea por no hacer sufrir en vano a quien se amaba.
El equilibrio de su proceso se rompió.
Una fuerza desconocida irrumpió como un terremoto
partiendo su mundo en dos,
separando sus raíces de las de su amada,
haciendo que fuera imposible compartir sus llamas.

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Después de pensar, el muchacho no había cambiado mucho su postura.
Donde él vio desamor, el viejo veía madera mojada.
¿Por qué no se había planteado más en serio
que quizá sólo necesitaba tiempo para regenerar sus ramas?

Nadie puede predecir cuando sanará la madera.
Y en su situación, era imposible pedir más paciecia.
Claro que eso era lo que él pensaba.
QUizá se equivocara.
Seguía hecho un lío.
Sentía aún un tibio calor de los rescoldos del fuego compartido.
sentía todavía un ligero calor en sus ramas.
Cariño, lo llamaban algunos.
Él entre ellos.
Esa idea sí la tenía clara.
Puede que estuviera allí era porque interiormente
era un leño mojado que no tenía esperanza de sanar.
No creía que los rescoldos pudieran volver a arder.

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El viejo no era ajeno a los agitados pensamientos del muchacho.
Lo observaba con atención mientras remaba.
No era la primera vez que veía ese gesto en una persona.
Había visto mucha gente que huía, muchas almas cobardes.
Pensaba que había ido a dar con un poeta
que no entendía muy bien los vaivenes del amor.
Por eso remó en dirección a una playa
que no quedaba muy lejos de allí.
No tardaron mucho en llegar.

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Dijo el viejo mirando la playa:
La línea mojada que dibuja la orilla en la arena
es la línea que separa el amor y la amistad verdadera:
el agua es el amor, y la amistad la arena.
Es difícil saber si sumergirse en el amor.
Puedes ahogarte.
Pero es fácil saber que no puedes sumergirte en la arena.
La línea que dibuja el amor en la arena
nunca está fija, varía con la marea.
Si te quedas quieto, a veces se está dentro del agua,
otras veces se está fuera,
y otras, las menos, dentro y fuera.
Es difícil saber donde estar cuando se está en pareja.
Hay que encontrar la distancia justa en la que no te ahogas cuando sube la marea,
pero de forma que cuando la marea baje, que bajará, el amor siga cubriendo.

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Continuó el viejo diciendo en la playa:
Hay una línea dibujada en la arena por cada persona en tu vida.
También hay quien dice que hay una playa, con su mar y su arena,
por cada persona que conozcas y puedas amar en el mundo.
Es difícil compartir la misma línea,
estar en la misma playa,
situarse con la persona amada justo en el mismo punto en el agua.
Es difícil conseguir el momento de amor más bello.
Estas son las reglas del amor.
Son muy sencillas de entender aunque luego nosotros nos compliquemos
dándole vueltas y más vueltas.
Pero estas son las reglas.
Podrá cambiar el color del mar o el de la arena,
podrán cambiar el viento y el oleaje,
pero al final se trata de estar dentro o fuera,
estás en el mar y/o en la arena.


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La barca se acercó tanto a la orilla como para hacer pie.
El viejo bajó y amarró la embarcación
a un poste que sobresalía del agua.
Siguió diciendo:
Mira cómo fluctúa la marea.
Es fácil asustarse ante los vaivenes del amor.
El agua a veces puede dejarte fuera.
En esos casos conviene no obligarse a entrar en el agua.
Tampoco es bueno obligar a nadie a que entre.
Ambas acciones tienen el mismo resultado que se obtiene de las cosas forzosas: asco.
El empujado cogerá miedo o asco al agua, y no tardará en salir.
El muchacho, conmovido por la nueva metáfora del amor,
saltó de la barca al agua.
Tenía ganas de que esa misma agua en la que se iba a sumergir
fuera la del mar del amor del que su corazón había salido.

 
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El muchacho y el viejo caminaron por el agua hasta llegar a la orilla.
Me gustan las playas - dijo el muchacho.
Siempre puedes encontrar en ellas el significado de la palabra paz.
Ambos se sentaron en la arena.
Contemplaban admirados la inmensidad del mar
y el vaivén de las olas y la marea.
¿Por qué me quieres ayudar?, preguntó el muchacho.
He oído a muchos viajeros.
De ellos he aprendido que hay cinco o seis tipos básicos de historias de amor
de las que se derivan, con matices, el resto.
También he aprendido de la naturaleza.
Todos los fenómenos del amor tienen
su metáfora en la naturaleza.
El muchacho poeta no podía estar más de acuerdo con lo último.
Se sentía tan en sintonía con los pensamientos del viejo, que le interrumpió:
Siempre es más fácil pensar en el amor en términos metafóricos.
El amor es infinito y por eso escapa a la mente humana.
La buena metáfora en cambio es fácil de entender.
La poesía es, muchas veces, la demostración de que la verdad del amor, sus instrucciones,
están escritas frente a nuestros ojos.
Es tan bello encontrar alguna de las verdades del amor escrita en el mundo.
Así es, prosigió el viejo barquero.
Respondiendo a tu pregunta,
podría decirse que forma parte de mi trabajo
ayudar a encontrar la verdad a mis pasajeros.
En mi barca conocerán muchos parajes,
hallarán un nuevo destino.
Deben entender también la verdad de su camino.


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El muchacho se quedó callado de nuevo.
Pensaba en cuál sería la verdad de su camino.
¿Qué conclusión debía sacar de su viaje?
El viejo pareció leerle el pensamiento.
Tu verdad, la que no has hallado,
también está escrita en el mundo.
Parece mentira que siendo poeta
no la hayas encontrado.


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El viejo cogió arena en su mano y dijo:
Mira esta arena que cojo en mi mano.
Es tierra que puede fluir libre a través de mis dedos.
Pero si la aprieto con la suficiente fuerza,
obtendré una piedra.
El amor es la libertad de la tierra.
Si tu obstruyes su libertad,
sólo conseguirás petrificarlo.
Deberá pasar el tiempo
y deberá soplar el viento para erosionar la piedra,
para recuperar la libertad perdida.
La piedra siempre perece con el viento.
Sólo hay que tener paciencia.


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El muchacho estaba ofendido por la comparación.
¿Insinúa que yo petrifiqué mi amor al luchar contra el desamor?
He ahí un error. El desamor no existe.
Esa palabra insulta al amor, propio o ajeno.
El amor es libre y fluye por el camino que quiere,
aun cuando a veces no estemos de acuerdo con su decisión.
No puedo escoger por entre qué dedos
se escurre la arena que fluye por mi mano.
Podría intentar detenerla, pero sólo acabaría petrificándola.
Tú no dejaste fluir al amor, te petrificaste.


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¿Pero por qué iba a huir mi amor cuando yo la amaba?
Tú no dejaste de amarla.
Si así hubiera sido,
tu amor hubiera fluido
en busca de otra muchacha.
Y eso no sucedió.
El amor, como el viento,
toma mil formas.
A veces sopla fuerte.
A veces sopla flojito.
Tu amor soplaba flojito cuando tú te equivocaste.
Lo confundiste con desamor.
Pensabas que el viento dejaría de soplar hacia ella
sólo porque estaba soplando más flojo.
Entonces quisiste forzar a tu amor.
Y te petrificaste.
Para romper la piedra necesitas que sople el viento,
pero debes esperar a que vuelva a soplar fuerte.
Ahora necesitas que venga el viento,
el mismo que sustenta la libertad para volar de los pájaros,
para que te erosione y devuelva la fluidez a la tierra,
para que te devuelva la libertad que tú mismo te quitaste.

 
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El muchacho poeta era tímido.
Si a eso sumábamos los últimos acontecimientos,
no era extraño encontrar que el muchacho sólo quería permanecer callado.
El viejo entendió que el muchacho necesitaba silencio.
Y así lo dejó meditar un tiempo.


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El barquero sorprendió al muchacho cuando le dijo:
Ya falta muy poco para llegar a tu destino final.
Antes de irte, quiero que cojas esta caracola que recogí de la playa.
El viejo dejó de remar por un momento,
extrajo la caracola de un bolsillo,
y se la dio al muchacho.
Si te la pones en la oreja, ¿qué oirás?.
El muchacho sonrió.
El eco del mar, dijo.
El viejo, que había oido lo que quería,
le dijo unas palabras que el muchacho ya no podría olvidar:
Tu corazón también es una caracola.
Las conversaciones que se tienen de amor puro escapan del olvido.
Retuenan para siempre en la cabeza del que las oye, como por hechizo.
Es pura magia, el eco infinito del amor.
El muchacho no creía que un eco interior
pudiera pasar desapercibido así como así.
Quizá se había acostumbrado a él y por eso no lo oía.
No obstante, cerró los ojos y se concentró en escuchar.


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De pronto, supo que el viejo decía la verdad.
Comenzaron a brotar lágrimas de sus ojos.
No sabía de dónde procedían, pero sospechaba que de muy adentro.
Eran los ecos de su primer te quiero.
Como si fuera un remolino que arrastrara palabras puras de amor,
encontró que su eco guardaba muchas cosas que él había olvidado.
Encontró las palabras previas al primer beso,
palabras de seducción que había enterrado,
conversaciones haciendo el amor,
el día que pidió su mano.
Ahí estaban las palabras para su amada,
girando con fuerza en el remolino.
El torbellino de palabras de amor
le daba todo el viento que necesitaba.
Sentía como su corazón petrificado se erosionaba de golpe.
La tierra de la libertad del amor volvía a fluir.
El viento secaba la humedad de su madera,
avivaba los rescoldos y el fuego prendía.
El torbellino agitaba la marea,
el nivel del mar subía hasta inundar la playa.
Todo era amor en su corazón.

 
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Las lágrimas del muchacho
hicieron comprender al viejo que había aprendido la lección.
Ya podía llevarlo hasta su destino.
Gracias,le dijo el muchacho.
Me gustaría saber el nombre de quién me ha ayudado tanto.
El viejo, sonrío con cierta ironía.
Deberías saberlo, porque tú viniste a verme.
Además, no sé por qué importa eso.
Un nombre es recipiente que no sirve,
sólo importa lo que lleva dentro.
No obstante, te responderé.
Hay quienes me llaman Pedro.
Los hubo que me llamaban Caronte.
Tengo, además, muchos otros nombres.
Los hay que me creen el primer muerto que ven,
o el último vivo que conocen,
pero yo sólo soy el que los conduce
a su horizonte vital.

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El rostro del poeta era todo un poema.
Ahora entendía toda la sabiduría del viejo.
La desesperación crecía en él
al pensar que pese a redescubrir su amor
no podría volver con su, ahora sí, amada.
El viejo había visto esa expresión otras veces.
Recuerda, yo te dije que podías subir o volver.
Tú elegiste subir.
Yo quiero volver, dijo el muchacho.
Hay que tener alma de héroe para salir de aquí.
Hay que tener alma de Dios para resucitarse.
Y tú, has demostrado tener el alma de un cobarde.


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Al viejo no le faltaba razón.
Había hecho lo que había hecho y no lo podía ocultar.
Se había ofuscado pensado en la muerte del amor
y decidió escapar, para siempre.
Para salir de aquel lugar había que tener alma de héroe.
Y ya le habían dicho que él no era uno.
El tiempo para reaccionar se agotaba.
A doscientos metros podía verse el final del trayecto.
Había un puerto donde esperaba gente.
Había alguna silueta familiar, pero no era el momento de fijarse.
No se le ocurría nada que decirle al barquero.
Y éste continuaba con su remar impasible.
No se le ocurría qué decir para convertirse en un nuevo Orfeo,
poeta que fuera y regresara vivo de los infiernos.
Entonces se le ocurrió.
Es heroico resucitar por un amor verdadero, pensó.
Quizá fuera un héroe o un estúpido, pero tenía que hacer algo.
Saltó al agua.

 
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El muchacho se lanzó con arrojo al agua,
nadaba con fuerza porque quería regresar.
Necesitaba vover a la orilla,
ahora sabía que tenía cosas por terminar.
El viejo lo miraba con una sonrisa.
Ahora no veía a un cobarde, sino a un héroe,
pero a un heroe para el que quizá era tarde para resucitar.
Qué difícil es nadar habiéndose alejado tanto.
Se le hacía difícil respirar.
Quizá tardó demasiado en encontrar su héroe en el alma.
Eso pensaba mientras se hundía cada vez más.
Se acabó hundiendo dentro del agua,
Empleó su último estertor con rabia para salir fuera del agua.
 

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Y salió.
Estaba en la bañera de su casa.
El agua, teñida de rojo,
recordaba el final de un cobarde.
Del agua, sacando fuerza de su coraje,
salía un héroe malherido.
Vendó sus heridas y descansó.
Se repuso.
La llamó.
Qué bonita es la vida, pensó,
cuando sabes darle sentido,
cuando descubres que nunca muere el amor.